LA PLAZA DE XOXOCOTLA
Fco. Rojas Gonzales (MEX)
— Es bonita la plaza de Xoxocotla; bonita y limpia —dije sin intención de adular.
— Tiene su historia, igual que la escuela y l‘agua entubada —me informó el viejo Eleuterio Ríos, mientras acariciaba entre pulgar e índice el indómito bigote; aquel bigotazo salpicado de hilos de plata y que, de tener fe al refrán que dice: ―cuando el indio encanece, el español perece‖, mala jugada les haría al porte juvenil y al gesto arrogante de mi amigo, por los cuales —mentirosos— se le juzgaría un hombre en plena madurez.
— Sí, tiene historia —repitió el anciano, con inaguantables deseos de contarla. Sin esperar más, la dijo en voz lenta, entre chupada y chupada al cigarro de hoja prendido entre sus dientes amarillentos.
— Era yo delegado municipal del pueblo cuando llegó la comitiva. El candidato a la cabeza. No crea usté que vinieron aquí por su gusto, no… Fue que iban para Puente de Ixtla; pero ahí en la curva de El Tordo tronó una rueda del ―for‖ y tuvieron que descolgarse pa‘ca pa Xoxocotla, en busca de una sombrita y de un trago de agua.
El candidato era grandote, serio y muy callado. Sus compañeros, en cambio, hablaban mucho, pero como los pericos, ni ellos mesmos entendían sus babosadas.
Alguien me dijo que el candidato lo iban a ascender a Presidente de la República. Yo no lo creí… ¡Tantas levas cuentan los lambiscones! El candidato parece que me leyó el pensamiento, porque sonriéndose tantito, más bien con sus ojos que con su boca, se me quedó miramente y luego dijo:
―¿Qué es, señor delegado, lo que más necesita este pueblo?‖
Yo pensé que había que seguirle el juego y de purita raspa le dije:
―Pos ya ve su mercé qué plaza tan triste es ésta de Xoxocotla, en un solar grandote y tierroso y en medio, como todo adorno, ese güizachito íngrimo y solo que no sirve ni p‘hacerle sombra a un gallo… Nosotros, los del pueblo, quisiéramos una plaza con sus banquetas, sus prados y su tiosco rodiado de faroles…‖
―Lo tendrán‖, dijo el candidato muy seriote.
A mí por poco me gana la risa, verdá de Dios, por el modito tan descarado de burlarse de uno. Pero pa seguir con el arguende, pues le dije yo también muy disimulado y faceto:
―Tampoco hay escuela, Vea su mercé cómo están los probes niños arrjejolados en aquella sombrita que dan las torres de la iglesia. Cómo quere du mercé que aprendan ansina. ¡Luego ni maistra tienen! Doña Andrea Sierra que le entiende a la lectura, pues a veces les da leición y se las viene a tomar una vez a la semana…‖
―Tendrán escuela‖, volvió a prometer el candidato, con tal serenidad y firmeza, que me destantió un poquito. Pero cuando me acordé que todos los que tienen el empeño de candidatos, su oficio es echar puras mentiras, pues me le quedé mirando, largo, hondo, como es el costumbre de po‘acá, cuando quiere uno burlarse de alguien. El hombre no entendió o hizo que no entendía mi gesto y entonces volví a travesiar con él. Mis paisanos gozaban al ver la forma en que me‘staba yo tantiando al señor político:
―Como usté habrá visto, tenemos harta agua po‘aquí, pero nos faltan tubos. Usté que viene tratando de hacer la felicidá del pueblo, nomás arregule cómo se vería una pila echando agua cristalina en medio de la plaza rodiada de siemprevivas, ‗juanitas‘ y violetas… y las muchachas con sus cántaros redonditos y sudorosos y los muchachos ya lebrones mirándolas de ganchete, así como Dios manda que el macho mire a la hembra a la que le llena el ojo… y los niños en l‘escuela y en l‘escuela una maistra catrina y guapa, enseñándoles a todos el silabario…‖
Entonces el bruto de mi compadrito Próculo Delgadillo no pudo aguantar la risa; pero el candidato, siempre tan formal dijo:
―Tendrán su plaza, su escuela, su fuente y su máistra.‖ Luego se paró para despedirse. Me tendió la manod. Yo apenas si se la rocé, no más pa no ser malcriado, pero de manera que él tantiara que no nos había hecho tontos.
Cuando se fueron, nos juntamos todos los vecinos al derredor del güizachito. Los jóvenes creiban buenas las promesas del candidato y estaban muy alegres; pero los viejos, que nos han brotado canas y salido arrugas de tanto y tanto esperar que se cumplan los ofrecimientos de los políticos, pos nomás nos réibamos de la inesperencia de la gente tierna.
Don Eleuterio calló un momento; se quitó su enorme sombrero de palma y de lo más profundo de la copa sacó una caja de cerillos; encendió uno, hizo hueco con sus manos a la flama y entre resoplidos pegó fuego a su gran cigarro de tabaco cimarrón. Luego siguió el relato:
— Pasó un año. Yo estaba para entrega la delegación a mi compadrito Remigio Morales que se Dios haiga. Era medio día, hacía un calor como pocas. El solazo brillaba en aquel desierto que nosotros llamábamos plaza; los cerdos gruñían porque sentían derretirse; las gallinas con el pico abierto escarbaban la arena caliente y con las alas estendidas se revolcaban buscando refrescarse; los perros con las colas entre las patas, babeaban como si tuvieran el mal. Las mujeres en las cocinas se habían quitado las camisas y los niños encuerados buscaban las sombritas y pedían agua d‘un hilo.
Yo y el policía estábamos echando un pulquito en ca doña Trina Laguna, aquí nomasito… De repente llegó Tirso Moya, que para entonces era un muchachillo apenas d‘este pelo; muy espantado me dijo: ―Ándele, Tata Luterio, qui‘hay lo busca el Presidente.‖ Tonces acabé con el jarrito de pulque y pedí otro… ¡Hacía tanta calor! Bebí espacito, sin cortar la plática con el policía… Y ahí nomás que llega Lucrecita la de mi entenado Gerardo: ―Quihay lo precura el Presidente, Tata Luterio‖… ―Ande, cuele —dije—, vaya a ver si ya puso el puerco.‖ Y la muchacha se jue corre y corre… A poco ratito apareció Odilón Pérez el menso y con su voz de babosote me avisó: ―Que l‘ostá aguardando el Presidente Tata Luterio‖… ―Pos dile, contesté, que si no puede aguantarse tantito, que no tengo su qui hacer…‖ Y el menso de Odilón se fue muy obediente con el recado.
―Ése ha de venir a cobrar el piso de la plaza del día lunes‖, comenté con el policía.
Seguimos traguetiando pian pianito, sin priesas. Conté yo con toda calma los centavos de la recaudación de la plaza que triba entre mi faja. Todavía oyí una talla muy colorada que me contó el policía y salí mascando un pedazo de barbacoa que me había ofertado doña Trina Laguna.
¡Y que lo voy mirando…! ¿Quién cré usté que era? Pos el candidato. Ahí estaba, bajo la sombra delgadita del güizache. Lo rodeaban más de veinte muchachillos, él se reía con ellos y al más chiquitín lo tenía abrazado. Todas las mujeres, desde las puertas de sus casas lo miraban con admiración; él no se daba cuenta, así de entretenido estaba con la chamacada… Había llegado íngrimo y solo, igual que el güisachito; su ―for‖ lo esperaba ellá en la carretera… Nomás por su pura planta adeviné que ya lo habían ascendido a Presidente de la República… Grandote, serio y confiado como todos los que son hombres de nacencia, no sé qué aigre le encontré con Emiliano. En nada se parecían, pero el gesto, el cariño por los niños… Yo no sé. Bueno, ni en el vestido se parecían, pero a éste le caiba tan bien la tejana, como a aquel su jarano galoneado, con el que dicen que se aparece a los caminantes que pasan por Chinameca.
Yo lleno de vergüenza me le acerqué. Me dio su mano que entonces se la agarré con las dos mías, sí, como se estrecha la mano de un amigo, de un hombre del que uno sabe que es buena gente. La mano era grande, fina, pero más juerte que las dos mías empalmadas. Sonríe otra vez con ese modito tan suyo; apenas si se le miraban los dientes debajo de su bigote recortado y tupido… ¡La risa era de hombre cabal, de puro mexicano!
Yo todo avergonzado le dije que disimulara la espera en el solazo, porque cuando me dijeron que áhistaba el Presidente, pos yo creiba que era el presidente municipal de Puente d‘Istla que venía por lo del piso de la plaza del lunes.
El hombre no dejó de sonrirse y luego luego, pos a lo que te truje:
―Siñor delegado —dijo muy respeitoso—, ahoy llegarán a Xoxocotla los ingenieros a levantar l‘escuela, a hacer la plaza y a meter l‘agua en los tubos… Pronto vendrá la máistra o sea la preceitora‖.
Yo me juí de lomos, pa‘ques más que la verdá.
Cuando se jué, todo el pueblo lo siguió. Naiden hablaba, él iba por delante caminando recio. Nosotros al trote apenas si lo alcanzábamos. Cuando subió a su ―for‖ se jué saludándonos con la mano.
Al regresar, todos los jóvenes se reían de nosotros los viejos qui‘habíamos disconfiado. Disd‘entonces he creído más en los muchachos y ya les hago caso de todo lo que dicen… L‘otro día, uno d‘ellos me preguntó: ―¿Si viniera otra vez a Xoxocotla un candidato, qué le pediría usté, tío Luterio?‖
―Pos si lo queres saber, yo le pediría que áhi, dond‘estuvo el güizachito íngrimo y solo, le levantara una estatua al Presidente que vino… Una estatua pa que todos lo estemos mirando, pa que sirva de almiración a los niños que salen de l‘escuela y pa que las lindas muchachas de Xoxocotla corten el día del santo de él toditas las flores del jardín y se las avienten a sus pies…
―Es güeno su pensamiento, tío Luterio —me contestó el muchacho—; yo y otros muchos sabemos ler por él y usté y todos los viejos han güelto a creer en un hombre, como cuando créiban en Emiliano el de Anenecuilco:‖ ¡Hágame usté el favor! ¡Cómo está de lista la juventú de ahoy…!
Don Eleuterio se quedó unos instantes en silencio, con los ojos perdidos quizá en el recuerdo; luego, volviendo de su abstracción, me miró fijamente para decir:
— Pero a ver, amigo, póngale usté un defecto a la plaza de Xoxocotla.
— Sólo le falta el monumento…
— ¡Eso es, un monumento! —dijo como si hubiera hecho un hallazgo—. Un monumento… pero encima del, por la estatua d‘ese quien usté sabe… Entonces la plaza de Xoxocotla sería la más linda de todo Morelos… ¿O qué opina usté, maistro?
1.-
2.-La voz narrativa de este cuento la tiene el Maestro que narra la historia en primera persona iniciando el cuento con el primer dialogo. Aunque la historia principal es contada por Don Eleuterio por las palabras "dijo" entre guiones cada que Eleuterio habla es como sabemos que el maestro solo esta contando lo que dijo Don Eleuterio.
3.-Personajes y vocabulario:
El contexto que se tiene de este cuento es de el un oueblo que como muchos lo tienes que atracve
CENOBIO TÁNORI vivía en Bataconcica; joven y galán, “estimado de los hombres y amigo de las mujeres”, el yaqui gustaba lucir su arrogancia en ferias, festividades y velorios, donde hacia gala de sus aptitudes para la danza. Fama era de que en toda la región no había con quien se le comparara en el arte de bailar, de bailar las danzas ásperas, rigurosas y ancestrales… Para Tánori no había mayor gloria que lucirse en los airosos saltos del “pascola” , sacudiendo como joven bestia las pantorrillas forradas con los vibrantes “ténavaris”, que son especie de cascabeles de oruga o de capullos. Era placer para todos admirar la gracia y la donosura con que Cenobio Tánori, con el rostro cubierto por horripilante máscara caprina, arañaba con los dedos de sus píes desnudos la pista de tierra suelta y recién regada, cubierta en veces por pétalos de rosas o por verdura cimarrona, al compás de la melodía pentafónica nacida de la flauta de carrizo y cómo su torso hercúleo y desnudo se cimbraba, se estremecía, a imitación del animal revivido en sus instantes más emotivos: el coraje, el miedo, el celo, mientras la sonaja de discos en la izquierda del danzarín se acomodaba al ritmo punteado del redoblante, instrumento capital en la música que acompañaba a la coreografía totémica.
El arte no ha sido pródigo para quien lo ejerce; las intervenciones de Tánori tenían por lo general flaca recompensa: Una humeante y olorosa cazuela de “Guacavaqui”, un trozo de carne de res asada en brasas, un par de tortillas de harina de trigo suaves y calientes y un puñado de cigarrillos de tabaco negro y picante… Eso, aparte de las sonrisas y de las caídas de ojos, de los guiños con que las mujercitas pretendían atraerse la atención de aquel bohemio silvestre, de aquel esteta rústico y arrogante.
De pueblo en pueblo, de feria en feria, iba Cenobio Tánori llevando su alegría. Lo mismo pespunteaba un “pascola”, que ejecutaba las prolongadas y bulliciosas danzas de “El Venado” o “El Coyote”, ambas de primitivo origen, bárbaras y bellas como el ambiente verde azul, como la vegetación agresiva y hermosa que rodeaba la plazuela del villorio donde se celebraba el festejo: Babójori o Tórim, Corasape o El Babero…
Pero un día ya estaba escrito, la vida del vagabundo quedó prendida… fue en su mismo pueblo, en Bataconcica, donde el pensamiento, donde la voluntad del trotamundos quedó liada, como copo de algodón entre las espinas de un cardo, de las pestañas “Chinas” y tupiditas de un par de ojazos café oscuros, traviesos e inquietos, los ojos de Emilia Buitimea, aquella muchacha pequeña y suave que logró pescar para sí lo que tanto anhelaban todas las jóvenes yaquis en edad de merecer: A Cenobio Tánori, “El Pascola”, garrido y orgulloso.
Pronto se habló de los dos juntos: de la Emilia y de Cenobio. “Buena pareja”, comentaban los viejos… Más las ancianas, con los pies mejor hincados en la tierra, se aventuraban por el comentario realista: “Lástima que Cenobio ande tan flaco de la bolsa… ¿si llueve con qué la tapa?” o bien el optimista augurio: “El suegro, Benito Buitimea, es rico y sabrá ayudar al muchacho.
Pero Cenobio Tánori seguía siendo orgulloso y “echado pa’ atrás”, a pesar de estar enamorado: él nunca consentiría en vivir a costillas del suegro… Jamás sería un arrimado en la casa de su futura.
Tales determinaciones cuesta mucho sostenerlas; dígalo si no Cenobio Tánori el danzante, quien se olvidó de ferias y holgorios en busca de lo esencial para una boda, si no rumbosa, por lo menos digna de la condición de Emilia Buitimea.
Animoso y decidido vemos a Tánori colgar para siempre sus amados “Ténabaris” para contratarse como peón; trabajar tras de la yunta que pujaba en la tarea de abrir brechas en la tierra prodiga y profunda del “Valle del Yaqui”; cargar sobre sus lomos los sacos ahitos de garbanzo o recoger en haces las espigas trigueras… La gente en general se admiraba de ver al eterno trotamundos sometido a un esfuerzo al que nadie pensó que algún día tendría que someterse…
Más la labor agobiante del peón de surco no da mucho… y los días se iban ante la ansiedad del muchacho y la tristeza silenciosa de la Emilia…
Un día creyó llegado el fin de sus congojas; fue cuando un forastero lo invitó para que le sirviera como guía en una expedición por el cerro de “El Mazocoba”; se trataba de descubrir vetas de metales preciosos; la soldada ofrecida era muy superior a la que Cenobio Tánori lograba en las duras tareas agrícolas, sólo que había un grave inconveniente para aceptarla: Los indios los “Yoremes” sus paisanos, no veían con buenos ojos que hombres blancos y avarientos hoyaran la tierra de la serranía venerada, y mucho menos aceptaban que fuera precisamente un yaqui de la calidad de Cenobio Tánori quien condujera por los senderos escondidos, por las rutas misteriosas de “El Mazocoba”, a los odiados “Yoris”.
Estas circunstancias determinaron que Tánori no se contratara tan pronto como se le presentó la oportunidad… pero la necesidad, la urgencia latente en el corazón del indio, ayudadas por la insistencia del gambusino y por la anuente actitud de Emilia Buitimea, acabaron por vencer.
Cuando retornó a Bataconcica, traía el bolso lleno; tres meses de servicios prestados fielmente al “Yori” le habían deparado no sólo lo suficiente para la boda, sino también algo con qué afrontar los primeros gastos en su futura vida al lado de la Emilia… Pero a cambio de tantos bienes, Cenobio Tánori tuvo que encararse a una situación bien desagradable: Los “Yoremes” viejos, aquellos dueños de la tradición siempre agresiva siempre a la defensa contra el blanco, lo recibieron fríamente, algunos hasta se negaron a darle el tradicional saludo de bienvenida. El muchacho sufrió estoico los desprecios, contando como contaba no sólo con el cariño de su futura mujer, sino con la simpatía de la gente moza, simpatía que alcanzaba elevadas proporciones cuando se trataba de las jóvenes, de aquellas a las que no afectaba mucho ni el manchón que los ancianos advertían en la personalidad del danzante, ni el compromiso matrimonial de éste con la Emilia, pues ni aquello las lastimaba, ni esto las desdoraba…
Y una tarde, cuando Cenobio Tánori aguardaba, a media calle real de Bataconcica, la oportunidad de encontrarse con la Emilia, advirtió la presencia de Miguel Tojíncola, aquel viejo enorme, de cara negra, labrada con hachazuela, quien tambaleante de embriaguez se acercó al danzarín para burlarse de él con carcajadas hirientes: Aquí tienen, hombres y mujeres, al “Yoreme” que se hizo burro, que se hizo jumento para que le varearan las ancas y se le treparan en los lomos los “Yoris”… Y otra risotada atronaba el ámbito, otra risotada injuriante, majadera, a la que coreaban cien más salidas de las bocas de los que habían acudido al llamado del viejo Tojíncola.
Cenobio Tánori, con los ojos bajos y un poco pálido contenía sus ímpetus, porque el respeto a los ancianos alcanza en los yaquis proporciones religiosas, más el ebrio, sin curarse de la humilde actitud continuaba implacable:
“Tan muchacho y tan fuerte prestándose a los Yoris como una mujerzuela”…
Cenobio Tánori mordía sus labios y hacía no escuchar a los tercos. En torno de él había varios niños y algunas mujeres que apuntaban con sus dedos al cohibido, al tiempo que festejaban con chacota las ocurrencias y las injurias que brotaban por la boca desdentada del vejete:
“El agua te sabrá amarga; La tortilla no te pasará del galillo, la tierra de tu parcela no dará mas que choyas, por que el diablo se meará en todo lugar donde pongas tu mano…”
La situación rendida del muchacho excitaba más y más los ánimos de Tojíncola quien disgustado por no provocar reacciones más categóricas en su víctima hizo brotar de sus labios, plegados por la rabia, el insulto mayor que pueda pronunciarse en lengua Cahita:
“Torocoyori”, dijo lentamente. “Torocoyori”, repitió, esto es, traidor, vil, vendido al blanco… “Torocoyori” “Torocoyori”… A la injuria repetida a gritos acompañó un escupitajo que escurrió por la mejilla casi imberme de Cenobio Tánori…
Claro que los postreros recursos empleados por Tojíncola fueron lo suficientemente categóricos como para mudar la paciente actitud. El muchacho contrajo su cuerpo, dio dos pasos hacia atrás para dar un salto de víbora en acoso… Nadie pudo contenerlo, porque a flote le salía el instinto que apresaron su voluntad y “su buena crianza”, durante prolongados y angustiosos instantes…
El puñal prendió el pecho del anciano, quién rodó por tierra vomitando espuma bermeja.
Cenobio Tánori no trató de huir. Con el arma en su diestra aguardó que lo aprendieran las autoridades indias; sumiso, silencioso, pero altivo e impertérrito, siguió a los dos alguaciles que se presentaron al lugar de los sucesos… En una esquina Emilia Buitimea miraba a su novio con los ojos estrellados de lágrimas; él levantó su mano en un tímido ademán de despedida… y marchó en pos de sus aprehensores por la calle Real, hasta llegar a la prisión. Al paso del grupo que seguía al “pascola” y a sus aprehensores, los viejos “Yoremes” permanecían mudos, las mujeres hablaban en voz baja… y las mozuelas, las admiradoras del danzante, dejaban inflamarse su pecho al impulso de un suspiro.
Al cuartucho carcelero donde la justicia india había recluído a Cenobio Tánori, acudía la gente para demostrar su afecto al “pascola” en desgracia. Las más perseverantes concurrentes eran las mujeres jóvenes, las muchachas que, tímidas y un poco amedrentadas, se acercaban hasta la cárcel llevando entre sus manecitas morenas y chaparras un manojo de flores montaraces, una fruta en sazón o un manojo de cigarrillos, que colocaban sobre los travesaños de la recia puerta de madera, cierre del tugurio tenebroso en el que el danzante aguardaba el día en que el pueblo le hiciese justicia… Cenobio Tánori, magnífico, altivo como un Dios ofendido, recibía en silencio y lleno de gravedad aquél tributo de sus sacerdotisas.
Claro que no se hablaba de otra cosa en Bataconcica que de la muerte del viejo Tojíncola y del futuro de su matador. La ley india era concluyente: Puesto que Cenobio Tánori había matado debería sucumbir frente al pelotón de las “Milicias”… tal decía la tradición y tal debería ejecutarse, a menos que los deuds del difunto Don Miguel Tojíncola le otorgaran su gracia al matador, cambiando la pena de muerte por otro castigo menos cruel… pero no había muchas esperanzas de alcanzar para el reo la clemencia que muchos desearan.
La familia del muerto la formaban una viuda y nueve hijos, cuyas edades iban desde los dieciséis hasta los dos años. La viuda era una mujerona vecina a los cincuenta, enorme de cuerpo, huesuda de contornos, negra de color, con un perfil de águila vieja; sus ademanes bruscos y su actitud siempre punzante y valentona no daban ninguna ilusión con respecto a una posible actitud de indulgencia. Por el contrario decíase que Marciala Morales, tozuda, enérgica y vengativa, había prometido ser implacable con el asesino de su marido Miguel Tojíncola.
Tan embarazoso porvenir para el “pascola” arrancaba crueles reflexiones a los viejos, comentarios amargos a las mujeres, y lágrimas, lágrimas vivas a todas las jóvenes, quienes a pesar del compromiso matrimonial de Cenobio Tánori con la Emilia Buitimea no consideraban perdido para siempre al hombre que en ellas había logrado despertar la dulce ansiedad; la ansiedad que, por ejemplo, despierta el alba en el buche del mirlo o en el ala de la mariposa.
Entre tanto, todo se alistaba para la instalación de los tribunales que deberían juzgar al homicida.
La justicia Yaqui está circundada por una ronda de formulismos y de prejuicios infranqueables; el pueblo, asistido de las altas autoridades tribales, es el que dicta la última palabra tras de discutir, tras de perorar horas y horas en un dramático estira y afloja…
Pues bien, ya estamos en la plazuela de Bataconcica; una pequeña multitud se agolpa en espera del reo. En lugar destacado vemos a los “Cobanahuacs” o gobernadores, graves en su inmóvil actitud, y a los severos “Pueblos” que cargan sobre sus lomos toda la fuerza del poder civil de la tribu. Ahí están representados los ocho grupos que integran la nación Yaqui: Bácum, Belem, Cócorit, Guíviris, Pótam, Ráhum, Tórim y Vícam… Cerca de este impresionante grupo de ancianos, está Marciala Morales, la viuda, rodeada como clueca de sus nueve hijos; los mayores cargan en sus brazos a los pequeñuelos que gimen y escandalizan. De ella, de la viuda de Miguel Tojíncola, no se puede esperar nada favorable para la suerte del bailarín; así lo dicen su mueca feroz y su gesto desafiante, ante los que se inclina el clan familiar, con sumisión religiosa que la mujerona, la casi anciana, recibe en disposición repugnante, dura y mandona.
Al frente de la multitud vemos a un pelotón de jóvenes milicianos armados de máuseres que esperan, marciales y sañudos, que la sentencia se consume para cumplirla estricta, fatalmente.
En los rostros impenetrables de los indios ha caído un velo sombrío, particularmente esta señal de desazón se hace más notable en las jóvenes mujeres, en aquellas admiradoras de la apostura y de la gracia del “Pascola “
Malaventurado… Emilia, la amada y prometida de Cenobio Tánori, está ausente debido al veto que a su presencia impone la ley; sin embargo, su padre, el viejo Benito Buitimea, rico y afamado, no esconde su emoción ante aquél dramático suceso del que es protagonista quien un día quiso ser su yerno.
El tétrico redoble del tamborcillo, instrumento obligado en todos los actos trascendentales del pueblo yaqui, acalló los rumores y las voces… Cenobio Tánori solo, sin guardas, con la cabeza levantada, dejando que el aire despeinara su espesa cabellera que alcanzaba a acariciarle hasta los hombros, cruza por la valla que la gente ha abierto a su paso; lleva el atractivo atavío con el que tantas y tantas veces había arrancado el aplauso de los “Yoremes”, la intención pecaminosa de las hembras casadas, el suspiro ahogado de pudores de las solteras y la admiración de todo el pueblo: Las espaldas y el pecho desnudos para dejar lucir plenamente su musculatura que resalta bajo la piel lustrosa de un leve sudor; pendientes del cuello collares de cascabeles de crótalos; entre las piernas, a horcajadas, una manta de lana fina sostenida por fuerte cinturón de vaqueta crudía, del que penden pezuñas y colas de venado, y en las pantorrillas los “Ténabaris”, que suenan al paso del danzante como campanillas cascadas…
El danzante marcha altivo, con paso firme y flexible, hasta llegar al centro de la plazuela para encararse con su juez, que lo será todo el pueblo… nadie ignora, incluso Cenobio Tánori, que muy a pesar de las circunstancias que mediaron en los hechos fatales, que no obstante, además, la admiración, la popularidad y la simpatía que el “pascola” mantiene entre su gente, ninguno podrá torcer los dictados legales, que nadie podrá conmutar la sentencia de muerte que se prepara, excepto Marciala Morales, la rencorosa y horrible viuda de Miguel Tojíncola y de quien nada podría esperarse dado su agresivo comportamiento…
En esta situación se escuchó la voz seca de vejez y vibrante de emociones del “Pueblo mayor” a quien la ley obliga a acusar, a acusar siempre en defensa de los intereses, de la paz y de la concordia del grupo. Tras de expresar los hechos debidamente sustentados en declaraciones y testimonios, concluyó excitando a todos:
“Las leyes que nos dejaron nuestros padres como la más venerada herencia dicen que el “Yoreme” que mate a un “Yoreme” debe morir a manos de los “Yoremes”…pero yo, pueblo mayor de Vícam, la Santa Tierra, pregunto a mi gente si está de acuerdo a que al hermano Cenobio Tánori se le mate como murió entre sus manos el hermano Miguel Tojíncola…” Las últimas palabras flotaron en el aire breves instantes; después las siguió un rumor como de marejada y luego la voz distinta que se impuso grave y categórica:
“Sí, máuser…
“Heui, máuser… ehui, máuser… máuser… máuser… «
El clamor se generalizó. Caía sobre la cabeza destocada de Cenobio Tánori como una tormenta.
El “Pueblo Mayor” había levantado su mano avejentada y seca como la raíz de un pitahayo, dispuesto a dejarla caer como afirmación determinante del juicio de su pueblo…
Pero entonces las mujeres jóvenes, venciendo sus pudores y sus timideces, imploraron con voz débil y temblorosa:
“Vélo, Marciala Morales, y entonces lo perdonarás… tu misericordia la agradecerán todas las mujeres del mundo… sálvalo de la muerte porque es noble y es valiente… vélo, Marciala Morales, es bello como un pájaro de colores y gracioso como un bura joven”.
La viuda miró con malos ojos al grupo de mozas qua así imploraban. Con los dientes apretados, muda de furores y la mirada perdida en un desierto de odios, se volvió hacia Cenobio Tánori que permanecía erecto, orgulloso, magnífico en medio de la plazoleta…
Poco duró aquella mueca en el rostro de la vieja, porque su cara arrugada se ablandó por un inesperado impulso; sus ojos, ante la insospechada emoción cobraron un brillo humano, desconcertante; su boca perdió los repliegues del rencor y dio lugar a un gesto bobo, laxo, imbécil…
Los hombres, por su parte, se mantenían en su terrible determinación:
“Máuser… ehui, máuser, máuser… ehui , máuser, mauser… »
El pueblo mayor ante la ensordecedora algarabía, no atinaba a bajar su mano como seña de que la sentencia se había consumado. Hubo un momento en que nadie hubiese podido distinguir siquiera una sílaba de aquel rugir de bestias, de aquel parlotear de pájaros, de aquel rumor de aguas desbordadas.
De pronto una voz chirriante y destemplada se metió en los oídos de la multitud. Era la de Marciala Morales, quien de pie y rodeada de su prole, pero sin retirar la vista que se había quedado fija en el danzarín, hacía ademanes tratando de silenciar a la multitud.
Todos los ojos se volvieron hacia ella; estaba magnífica de fealdad y de barbarie:
“No –gritó-, máuser no… este hombre ha dejado sin padre a todos estos hijos míos. La ley de nuestros abuelos dice también que si el ‘Yoreme’ muerto por otro ‘Yoreme’ deja familia, el matador debe hacerse cargo de los deudos del muerto y casarse con la viuda… yo pido al pueblo que Cenobio Tánori, el ‘pascola’ se case conmigo, que me proteja a mí y a los hijos del difunto… no, máuser no… que Cenobio Tánori ocupe en mi ‘tarima’ el lugar que dejó el viejo Miguel Tojíncola… eso pido y eso deben darme”.
Siguieron instantes de un silencio profundo… y luego bocas alteradas, gritos, carcajadas, injurias, cuchufletas y todo volvió a tomarse en un guirigay endemoniado. Cenobio Tánori quiso hablar, más la batahola le impidió que sus palabra fueran escuchadas.
El “Pueblo Mayor” dejó caer pesadamente su mano. Se había hecho justicia con estricto apego al código ancestral… otra vez más los nobles yaquis mantenían fidelidad a sus tradiciones.
El fracasado pelotón desfiló a redoble de tambor; la gente empezó a dispersarse.
Marciala Morales, seguida de su larga prole, llegóse hasta Cenobio Tánori y lo tomó por el brazo:
“Anda, buen mozo -le dijo-, tú dormirás desde hoy junto a mí, para que descanses de lo mucho que tendrás que trabajar en mantener a esta manada de “buquis” que recibes como herencia del viejo Tojíncola que Dios tenga en su gloria por los siglos de los siglos…”
Fue entonces cuando el afamado “pascola” perdió sus bríos: con la cabeza gacha arrastrando sus pies, ridículo como un títere, siguió a su horrible verdugo, quien sonreía triunfadora al paso de las mozuelas que se negaban a mirar de lleno el ocaso de un astro, la muerte de un ídolo resquebrajado entre las manos musculosas y negras de Marciala Morales…
El cielo, rabiosamente azul, cubría la escena del melodrama y el sol calcinaba el terronerío de la plazuela.
1.-La voz narrativa en este cuento esta en 3ª persona del singular, esta voz suena como un personaje que no se menciona ya que narra los hechos de una forma en la que se da a entender que el vio lo sucedido, como si estuviera contando algo que paso en realidad como una aneota
2.-
3.-
4.-
Un pacto con el diablo
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
-El diablo.
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
-Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
-¿Qué dice usted?
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
-Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
-Usted, ¿es muy pobre?
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
-¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
-Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
-Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.
1.-
2.-La voz narrativa de este cuento la tiene el Maestro que narra la historia en primera persona iniciando el cuento con el primer dialogo. Aunque la historia principal es contada por Don Eleuterio por las palabras "dijo" entre guiones cada que Eleuterio habla es como sabemos que el maestro solo esta contando lo que dijo Don Eleuterio.
3.-Personajes y vocabulario:
- El maestro: El lenguaje que se da en este personaje es el de
El contexto que se tiene de este cuento es de el un oueblo que como muchos lo tienes que atracve
Francisco Rojas González del Libro “El Diosero”
CENOBIO TÁNORI vivía en Bataconcica; joven y galán, “estimado de los hombres y amigo de las mujeres”, el yaqui gustaba lucir su arrogancia en ferias, festividades y velorios, donde hacia gala de sus aptitudes para la danza. Fama era de que en toda la región no había con quien se le comparara en el arte de bailar, de bailar las danzas ásperas, rigurosas y ancestrales… Para Tánori no había mayor gloria que lucirse en los airosos saltos del “pascola” , sacudiendo como joven bestia las pantorrillas forradas con los vibrantes “ténavaris”, que son especie de cascabeles de oruga o de capullos. Era placer para todos admirar la gracia y la donosura con que Cenobio Tánori, con el rostro cubierto por horripilante máscara caprina, arañaba con los dedos de sus píes desnudos la pista de tierra suelta y recién regada, cubierta en veces por pétalos de rosas o por verdura cimarrona, al compás de la melodía pentafónica nacida de la flauta de carrizo y cómo su torso hercúleo y desnudo se cimbraba, se estremecía, a imitación del animal revivido en sus instantes más emotivos: el coraje, el miedo, el celo, mientras la sonaja de discos en la izquierda del danzarín se acomodaba al ritmo punteado del redoblante, instrumento capital en la música que acompañaba a la coreografía totémica.
El arte no ha sido pródigo para quien lo ejerce; las intervenciones de Tánori tenían por lo general flaca recompensa: Una humeante y olorosa cazuela de “Guacavaqui”, un trozo de carne de res asada en brasas, un par de tortillas de harina de trigo suaves y calientes y un puñado de cigarrillos de tabaco negro y picante… Eso, aparte de las sonrisas y de las caídas de ojos, de los guiños con que las mujercitas pretendían atraerse la atención de aquel bohemio silvestre, de aquel esteta rústico y arrogante.
De pueblo en pueblo, de feria en feria, iba Cenobio Tánori llevando su alegría. Lo mismo pespunteaba un “pascola”, que ejecutaba las prolongadas y bulliciosas danzas de “El Venado” o “El Coyote”, ambas de primitivo origen, bárbaras y bellas como el ambiente verde azul, como la vegetación agresiva y hermosa que rodeaba la plazuela del villorio donde se celebraba el festejo: Babójori o Tórim, Corasape o El Babero…
Pero un día ya estaba escrito, la vida del vagabundo quedó prendida… fue en su mismo pueblo, en Bataconcica, donde el pensamiento, donde la voluntad del trotamundos quedó liada, como copo de algodón entre las espinas de un cardo, de las pestañas “Chinas” y tupiditas de un par de ojazos café oscuros, traviesos e inquietos, los ojos de Emilia Buitimea, aquella muchacha pequeña y suave que logró pescar para sí lo que tanto anhelaban todas las jóvenes yaquis en edad de merecer: A Cenobio Tánori, “El Pascola”, garrido y orgulloso.
Pronto se habló de los dos juntos: de la Emilia y de Cenobio. “Buena pareja”, comentaban los viejos… Más las ancianas, con los pies mejor hincados en la tierra, se aventuraban por el comentario realista: “Lástima que Cenobio ande tan flaco de la bolsa… ¿si llueve con qué la tapa?” o bien el optimista augurio: “El suegro, Benito Buitimea, es rico y sabrá ayudar al muchacho.
Pero Cenobio Tánori seguía siendo orgulloso y “echado pa’ atrás”, a pesar de estar enamorado: él nunca consentiría en vivir a costillas del suegro… Jamás sería un arrimado en la casa de su futura.
Tales determinaciones cuesta mucho sostenerlas; dígalo si no Cenobio Tánori el danzante, quien se olvidó de ferias y holgorios en busca de lo esencial para una boda, si no rumbosa, por lo menos digna de la condición de Emilia Buitimea.
Animoso y decidido vemos a Tánori colgar para siempre sus amados “Ténabaris” para contratarse como peón; trabajar tras de la yunta que pujaba en la tarea de abrir brechas en la tierra prodiga y profunda del “Valle del Yaqui”; cargar sobre sus lomos los sacos ahitos de garbanzo o recoger en haces las espigas trigueras… La gente en general se admiraba de ver al eterno trotamundos sometido a un esfuerzo al que nadie pensó que algún día tendría que someterse…
Más la labor agobiante del peón de surco no da mucho… y los días se iban ante la ansiedad del muchacho y la tristeza silenciosa de la Emilia…
Un día creyó llegado el fin de sus congojas; fue cuando un forastero lo invitó para que le sirviera como guía en una expedición por el cerro de “El Mazocoba”; se trataba de descubrir vetas de metales preciosos; la soldada ofrecida era muy superior a la que Cenobio Tánori lograba en las duras tareas agrícolas, sólo que había un grave inconveniente para aceptarla: Los indios los “Yoremes” sus paisanos, no veían con buenos ojos que hombres blancos y avarientos hoyaran la tierra de la serranía venerada, y mucho menos aceptaban que fuera precisamente un yaqui de la calidad de Cenobio Tánori quien condujera por los senderos escondidos, por las rutas misteriosas de “El Mazocoba”, a los odiados “Yoris”.
Estas circunstancias determinaron que Tánori no se contratara tan pronto como se le presentó la oportunidad… pero la necesidad, la urgencia latente en el corazón del indio, ayudadas por la insistencia del gambusino y por la anuente actitud de Emilia Buitimea, acabaron por vencer.
Cuando retornó a Bataconcica, traía el bolso lleno; tres meses de servicios prestados fielmente al “Yori” le habían deparado no sólo lo suficiente para la boda, sino también algo con qué afrontar los primeros gastos en su futura vida al lado de la Emilia… Pero a cambio de tantos bienes, Cenobio Tánori tuvo que encararse a una situación bien desagradable: Los “Yoremes” viejos, aquellos dueños de la tradición siempre agresiva siempre a la defensa contra el blanco, lo recibieron fríamente, algunos hasta se negaron a darle el tradicional saludo de bienvenida. El muchacho sufrió estoico los desprecios, contando como contaba no sólo con el cariño de su futura mujer, sino con la simpatía de la gente moza, simpatía que alcanzaba elevadas proporciones cuando se trataba de las jóvenes, de aquellas a las que no afectaba mucho ni el manchón que los ancianos advertían en la personalidad del danzante, ni el compromiso matrimonial de éste con la Emilia, pues ni aquello las lastimaba, ni esto las desdoraba…
Y una tarde, cuando Cenobio Tánori aguardaba, a media calle real de Bataconcica, la oportunidad de encontrarse con la Emilia, advirtió la presencia de Miguel Tojíncola, aquel viejo enorme, de cara negra, labrada con hachazuela, quien tambaleante de embriaguez se acercó al danzarín para burlarse de él con carcajadas hirientes: Aquí tienen, hombres y mujeres, al “Yoreme” que se hizo burro, que se hizo jumento para que le varearan las ancas y se le treparan en los lomos los “Yoris”… Y otra risotada atronaba el ámbito, otra risotada injuriante, majadera, a la que coreaban cien más salidas de las bocas de los que habían acudido al llamado del viejo Tojíncola.
Cenobio Tánori, con los ojos bajos y un poco pálido contenía sus ímpetus, porque el respeto a los ancianos alcanza en los yaquis proporciones religiosas, más el ebrio, sin curarse de la humilde actitud continuaba implacable:
“Tan muchacho y tan fuerte prestándose a los Yoris como una mujerzuela”…
Cenobio Tánori mordía sus labios y hacía no escuchar a los tercos. En torno de él había varios niños y algunas mujeres que apuntaban con sus dedos al cohibido, al tiempo que festejaban con chacota las ocurrencias y las injurias que brotaban por la boca desdentada del vejete:
“El agua te sabrá amarga; La tortilla no te pasará del galillo, la tierra de tu parcela no dará mas que choyas, por que el diablo se meará en todo lugar donde pongas tu mano…”
La situación rendida del muchacho excitaba más y más los ánimos de Tojíncola quien disgustado por no provocar reacciones más categóricas en su víctima hizo brotar de sus labios, plegados por la rabia, el insulto mayor que pueda pronunciarse en lengua Cahita:
“Torocoyori”, dijo lentamente. “Torocoyori”, repitió, esto es, traidor, vil, vendido al blanco… “Torocoyori” “Torocoyori”… A la injuria repetida a gritos acompañó un escupitajo que escurrió por la mejilla casi imberme de Cenobio Tánori…
Claro que los postreros recursos empleados por Tojíncola fueron lo suficientemente categóricos como para mudar la paciente actitud. El muchacho contrajo su cuerpo, dio dos pasos hacia atrás para dar un salto de víbora en acoso… Nadie pudo contenerlo, porque a flote le salía el instinto que apresaron su voluntad y “su buena crianza”, durante prolongados y angustiosos instantes…
El puñal prendió el pecho del anciano, quién rodó por tierra vomitando espuma bermeja.
Cenobio Tánori no trató de huir. Con el arma en su diestra aguardó que lo aprendieran las autoridades indias; sumiso, silencioso, pero altivo e impertérrito, siguió a los dos alguaciles que se presentaron al lugar de los sucesos… En una esquina Emilia Buitimea miraba a su novio con los ojos estrellados de lágrimas; él levantó su mano en un tímido ademán de despedida… y marchó en pos de sus aprehensores por la calle Real, hasta llegar a la prisión. Al paso del grupo que seguía al “pascola” y a sus aprehensores, los viejos “Yoremes” permanecían mudos, las mujeres hablaban en voz baja… y las mozuelas, las admiradoras del danzante, dejaban inflamarse su pecho al impulso de un suspiro.
Al cuartucho carcelero donde la justicia india había recluído a Cenobio Tánori, acudía la gente para demostrar su afecto al “pascola” en desgracia. Las más perseverantes concurrentes eran las mujeres jóvenes, las muchachas que, tímidas y un poco amedrentadas, se acercaban hasta la cárcel llevando entre sus manecitas morenas y chaparras un manojo de flores montaraces, una fruta en sazón o un manojo de cigarrillos, que colocaban sobre los travesaños de la recia puerta de madera, cierre del tugurio tenebroso en el que el danzante aguardaba el día en que el pueblo le hiciese justicia… Cenobio Tánori, magnífico, altivo como un Dios ofendido, recibía en silencio y lleno de gravedad aquél tributo de sus sacerdotisas.
Claro que no se hablaba de otra cosa en Bataconcica que de la muerte del viejo Tojíncola y del futuro de su matador. La ley india era concluyente: Puesto que Cenobio Tánori había matado debería sucumbir frente al pelotón de las “Milicias”… tal decía la tradición y tal debería ejecutarse, a menos que los deuds del difunto Don Miguel Tojíncola le otorgaran su gracia al matador, cambiando la pena de muerte por otro castigo menos cruel… pero no había muchas esperanzas de alcanzar para el reo la clemencia que muchos desearan.
La familia del muerto la formaban una viuda y nueve hijos, cuyas edades iban desde los dieciséis hasta los dos años. La viuda era una mujerona vecina a los cincuenta, enorme de cuerpo, huesuda de contornos, negra de color, con un perfil de águila vieja; sus ademanes bruscos y su actitud siempre punzante y valentona no daban ninguna ilusión con respecto a una posible actitud de indulgencia. Por el contrario decíase que Marciala Morales, tozuda, enérgica y vengativa, había prometido ser implacable con el asesino de su marido Miguel Tojíncola.
Tan embarazoso porvenir para el “pascola” arrancaba crueles reflexiones a los viejos, comentarios amargos a las mujeres, y lágrimas, lágrimas vivas a todas las jóvenes, quienes a pesar del compromiso matrimonial de Cenobio Tánori con la Emilia Buitimea no consideraban perdido para siempre al hombre que en ellas había logrado despertar la dulce ansiedad; la ansiedad que, por ejemplo, despierta el alba en el buche del mirlo o en el ala de la mariposa.
Entre tanto, todo se alistaba para la instalación de los tribunales que deberían juzgar al homicida.
La justicia Yaqui está circundada por una ronda de formulismos y de prejuicios infranqueables; el pueblo, asistido de las altas autoridades tribales, es el que dicta la última palabra tras de discutir, tras de perorar horas y horas en un dramático estira y afloja…
Pues bien, ya estamos en la plazuela de Bataconcica; una pequeña multitud se agolpa en espera del reo. En lugar destacado vemos a los “Cobanahuacs” o gobernadores, graves en su inmóvil actitud, y a los severos “Pueblos” que cargan sobre sus lomos toda la fuerza del poder civil de la tribu. Ahí están representados los ocho grupos que integran la nación Yaqui: Bácum, Belem, Cócorit, Guíviris, Pótam, Ráhum, Tórim y Vícam… Cerca de este impresionante grupo de ancianos, está Marciala Morales, la viuda, rodeada como clueca de sus nueve hijos; los mayores cargan en sus brazos a los pequeñuelos que gimen y escandalizan. De ella, de la viuda de Miguel Tojíncola, no se puede esperar nada favorable para la suerte del bailarín; así lo dicen su mueca feroz y su gesto desafiante, ante los que se inclina el clan familiar, con sumisión religiosa que la mujerona, la casi anciana, recibe en disposición repugnante, dura y mandona.
Al frente de la multitud vemos a un pelotón de jóvenes milicianos armados de máuseres que esperan, marciales y sañudos, que la sentencia se consume para cumplirla estricta, fatalmente.
En los rostros impenetrables de los indios ha caído un velo sombrío, particularmente esta señal de desazón se hace más notable en las jóvenes mujeres, en aquellas admiradoras de la apostura y de la gracia del “Pascola “
Malaventurado… Emilia, la amada y prometida de Cenobio Tánori, está ausente debido al veto que a su presencia impone la ley; sin embargo, su padre, el viejo Benito Buitimea, rico y afamado, no esconde su emoción ante aquél dramático suceso del que es protagonista quien un día quiso ser su yerno.
El tétrico redoble del tamborcillo, instrumento obligado en todos los actos trascendentales del pueblo yaqui, acalló los rumores y las voces… Cenobio Tánori solo, sin guardas, con la cabeza levantada, dejando que el aire despeinara su espesa cabellera que alcanzaba a acariciarle hasta los hombros, cruza por la valla que la gente ha abierto a su paso; lleva el atractivo atavío con el que tantas y tantas veces había arrancado el aplauso de los “Yoremes”, la intención pecaminosa de las hembras casadas, el suspiro ahogado de pudores de las solteras y la admiración de todo el pueblo: Las espaldas y el pecho desnudos para dejar lucir plenamente su musculatura que resalta bajo la piel lustrosa de un leve sudor; pendientes del cuello collares de cascabeles de crótalos; entre las piernas, a horcajadas, una manta de lana fina sostenida por fuerte cinturón de vaqueta crudía, del que penden pezuñas y colas de venado, y en las pantorrillas los “Ténabaris”, que suenan al paso del danzante como campanillas cascadas…
El danzante marcha altivo, con paso firme y flexible, hasta llegar al centro de la plazuela para encararse con su juez, que lo será todo el pueblo… nadie ignora, incluso Cenobio Tánori, que muy a pesar de las circunstancias que mediaron en los hechos fatales, que no obstante, además, la admiración, la popularidad y la simpatía que el “pascola” mantiene entre su gente, ninguno podrá torcer los dictados legales, que nadie podrá conmutar la sentencia de muerte que se prepara, excepto Marciala Morales, la rencorosa y horrible viuda de Miguel Tojíncola y de quien nada podría esperarse dado su agresivo comportamiento…
En esta situación se escuchó la voz seca de vejez y vibrante de emociones del “Pueblo mayor” a quien la ley obliga a acusar, a acusar siempre en defensa de los intereses, de la paz y de la concordia del grupo. Tras de expresar los hechos debidamente sustentados en declaraciones y testimonios, concluyó excitando a todos:
“Las leyes que nos dejaron nuestros padres como la más venerada herencia dicen que el “Yoreme” que mate a un “Yoreme” debe morir a manos de los “Yoremes”…pero yo, pueblo mayor de Vícam, la Santa Tierra, pregunto a mi gente si está de acuerdo a que al hermano Cenobio Tánori se le mate como murió entre sus manos el hermano Miguel Tojíncola…” Las últimas palabras flotaron en el aire breves instantes; después las siguió un rumor como de marejada y luego la voz distinta que se impuso grave y categórica:
“Sí, máuser…
“Heui, máuser… ehui, máuser… máuser… máuser… «
El clamor se generalizó. Caía sobre la cabeza destocada de Cenobio Tánori como una tormenta.
El “Pueblo Mayor” había levantado su mano avejentada y seca como la raíz de un pitahayo, dispuesto a dejarla caer como afirmación determinante del juicio de su pueblo…
Pero entonces las mujeres jóvenes, venciendo sus pudores y sus timideces, imploraron con voz débil y temblorosa:
“Vélo, Marciala Morales, y entonces lo perdonarás… tu misericordia la agradecerán todas las mujeres del mundo… sálvalo de la muerte porque es noble y es valiente… vélo, Marciala Morales, es bello como un pájaro de colores y gracioso como un bura joven”.
La viuda miró con malos ojos al grupo de mozas qua así imploraban. Con los dientes apretados, muda de furores y la mirada perdida en un desierto de odios, se volvió hacia Cenobio Tánori que permanecía erecto, orgulloso, magnífico en medio de la plazoleta…
Poco duró aquella mueca en el rostro de la vieja, porque su cara arrugada se ablandó por un inesperado impulso; sus ojos, ante la insospechada emoción cobraron un brillo humano, desconcertante; su boca perdió los repliegues del rencor y dio lugar a un gesto bobo, laxo, imbécil…
Los hombres, por su parte, se mantenían en su terrible determinación:
“Máuser… ehui, máuser, máuser… ehui , máuser, mauser… »
El pueblo mayor ante la ensordecedora algarabía, no atinaba a bajar su mano como seña de que la sentencia se había consumado. Hubo un momento en que nadie hubiese podido distinguir siquiera una sílaba de aquel rugir de bestias, de aquel parlotear de pájaros, de aquel rumor de aguas desbordadas.
De pronto una voz chirriante y destemplada se metió en los oídos de la multitud. Era la de Marciala Morales, quien de pie y rodeada de su prole, pero sin retirar la vista que se había quedado fija en el danzarín, hacía ademanes tratando de silenciar a la multitud.
Todos los ojos se volvieron hacia ella; estaba magnífica de fealdad y de barbarie:
“No –gritó-, máuser no… este hombre ha dejado sin padre a todos estos hijos míos. La ley de nuestros abuelos dice también que si el ‘Yoreme’ muerto por otro ‘Yoreme’ deja familia, el matador debe hacerse cargo de los deudos del muerto y casarse con la viuda… yo pido al pueblo que Cenobio Tánori, el ‘pascola’ se case conmigo, que me proteja a mí y a los hijos del difunto… no, máuser no… que Cenobio Tánori ocupe en mi ‘tarima’ el lugar que dejó el viejo Miguel Tojíncola… eso pido y eso deben darme”.
Siguieron instantes de un silencio profundo… y luego bocas alteradas, gritos, carcajadas, injurias, cuchufletas y todo volvió a tomarse en un guirigay endemoniado. Cenobio Tánori quiso hablar, más la batahola le impidió que sus palabra fueran escuchadas.
El “Pueblo Mayor” dejó caer pesadamente su mano. Se había hecho justicia con estricto apego al código ancestral… otra vez más los nobles yaquis mantenían fidelidad a sus tradiciones.
El fracasado pelotón desfiló a redoble de tambor; la gente empezó a dispersarse.
Marciala Morales, seguida de su larga prole, llegóse hasta Cenobio Tánori y lo tomó por el brazo:
“Anda, buen mozo -le dijo-, tú dormirás desde hoy junto a mí, para que descanses de lo mucho que tendrás que trabajar en mantener a esta manada de “buquis” que recibes como herencia del viejo Tojíncola que Dios tenga en su gloria por los siglos de los siglos…”
Fue entonces cuando el afamado “pascola” perdió sus bríos: con la cabeza gacha arrastrando sus pies, ridículo como un títere, siguió a su horrible verdugo, quien sonreía triunfadora al paso de las mozuelas que se negaban a mirar de lleno el ocaso de un astro, la muerte de un ídolo resquebrajado entre las manos musculosas y negras de Marciala Morales…
El cielo, rabiosamente azul, cubría la escena del melodrama y el sol calcinaba el terronerío de la plazuela.
1.-La voz narrativa en este cuento esta en 3ª persona del singular, esta voz suena como un personaje que no se menciona ya que narra los hechos de una forma en la que se da a entender que el vio lo sucedido, como si estuviera contando algo que paso en realidad como una aneota
2.-
3.-
4.-
Un pacto con el diablo
Juan José Arreola(MEX)
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
-El diablo.
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
-Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
-¿Qué dice usted?
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
-Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
-Usted, ¿es muy pobre?
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
-¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
-Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
-Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.
FIN
1.-
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